
Recientemente he escuchado dos historias curiosamente parecidas. En la primera, una mujer donaba a su marido un riñón para salvarle la vida. Una vez recuperado, éste se enamoró de otra mujer y se fue. En la segunda historia, una mujer soltera de unos cincuenta y pico conoce a un hombre en las redes. Sin hacer(se) muchas preguntas, le acoge en su apartamento, y se casan en gananciales. En pocos meses, él la pide el divorcio y abandona el hogar marital. Ambas se sienten decepcionadas, abandonadas, solas e injustamente tratadas.
Sabemos que ser amados y aceptados forma parte de nuestra naturaleza humana. El problema surge cuando la necesidad constante de complacer a los demás está por encima de lo que queremos y sentimos, llegando a adoptar dinámicas y comportamientos patológicos.
En el momento de dar (un riñón o lo que sea) es bueno preguntarnos auténticamente por la intención del acto en sí. ¿Lo hacemos por amor o por lo que esperamos del otro? La cuestión es, que, si decidimos dar, no podemos esperar nada a cambio. De lo contrario, sufriremos una profunda decepción derivada de las expectativas que proyectamos en los demás cuando damos.
El club de la buena estrella es una deliciosa película (basada en la novela de Amy Tan) donde se plasma la vida de un grupo de mujeres de origen chino que emigran a EE UU. En una de las historias, se refleja un ejemplo de las devastadoras consecuencias de la autoesclavitud de complacer. Uno de los chicos más populares de la facultad se enamora locamente de la autenticidad de una de las chicas cuando ésta se muestra sincera expresando sus sentimientos. Al poco tiempo, se casan. Pero ella se siente pequeña a su lado, así que se esfuerza por complacerlo todo el tiempo. Deja sus ilusiones, estudios y ambiciones a un lado y se vuelca en él.
Poco a poco se van distanciando. A él le aburre vivir al lado de alguien tan servicial. En la escena más impresionante de la película, ella le pregunta dónde quiere cenar: en casa o fuera. Él le contesta que donde ella quiera. La joven insiste en que sea donde él desee. Entonces el marido le ruega por favor cenar donde ella elija, le pide que exprese sus deseos, le explica que se sentiría mejor si supiera lo que piensa. La quiere auténtica como cuando se enamoró de ella. La protagonista se siente muy confundida, ya no sabe lo que prefiere, de tanto enterrar sus deseos, los ha olvidado. Y decide quedarse en casa porque será lo mejor para él. La siguiente escena comienza con los papeles del divorcio. El mensaje de la película me pareció simple pero revelador: con la entrega constante no se alimenta la autoestima, lo único que logramos es ir esparciendo arena por encima de nuestras ilusiones, hasta enterrarlas.
Albert Ellis, uno de los padres de la terapia cognitiva, postula que el sufrimiento no viene generado por los hechos externos, sino por la interpretación que las personas hacemos de ellos. A su vez, esas interpretaciones son el resultado (o sesgo) de diversos tipos de creencias irracionales que habitan en nuestra mente. La primera de estas creencias es: “Necesito el amor y la aprobación de todas las personas significativas de mi entorno”. Una creencia que, en diferentes grados, se encuentra instalada en todas nuestras cabezas.
Tenemos tan interiorizada la necesidad de aprobación que el “sí” casi se ha convertido en una respuesta refleja. Muchas veces, respondemos “sí” cuando queremos decir “no”. Desde los ejemplos más cotidianos (aceptar la invitación a un café que no nos apetece nada) hasta cuestiones más vitales (estar en una relación que sabemos que no nos conviene, por ejemplo). A menudo, nos plantean una petición y antes de procesarla ya hemos aceptado, sin pensar siquiera si nos apetece o nos conviene. Parece obvio, pero cambiar el “sí” por “voy a pensarlo” puede darnos tiempo a reflexionar sobre lo que realmente queremos. La otra opción es atrevernos a decir “no”, pero nos genera tanta culpa y malestar que nos deshacemos en excusas y justificaciones (no sea que el otro piense mal de nosotros).
Muchas personas se estrujan las neuronas intentando averiguar por qué se encuentran enredadas en esa dinámica de volcarse en los demás. Es imposible saberlo, es absurdo empeñarse, sobre todo si tenemos en cuenta que saberlo no nos resolvería nada. Algunas personas se victimizan por la decepción constante del entorno; otras, lo hacen remitiéndose a su infancia como la causante de sus problemas afectivos. Al fin y al cabo, como el pasado no se puede cambiar siempre podemos recurrir a culpar a los padres o a las circunstancias.
La pregunta no es de dónde viene, sino qué estamos haciendo o pensando para mantener esta dinámica de entrega permanente. Si alguna vez experimentamos un momento de clarividencia y decidimos ser honestos, atreviéndonos a mirar muy dentro de nosotros mismos, es probable que sintamos temor al rechazo. Reconocerlo y trabajarlo es el primer paso en el camino hacia nuestra autonomía emocional. Esa clarividencia suele ser fugaz. Así que procuremos atraparla con todas nuestras fuerzas cuando se presente.