Beatriz Moreno Psicóloga
Divorciarse es humano

La semana pasada atendí en consulta a una mujer que me explicaba temerosamente que se estaba planteando el divorcio. Invirtió la mayoría del tiempo en describirme a su marido. Acabé imaginándome un hom­bre que en lugar de manos tenía dos mandos a distancia. Ella se esforzaba en justificarse, como hacemos todos constantemente, en lugar de simplemente admitir que ya no era fe­liz con su marido. Si divorciarse se viviera como una elección humana, no deberíamos justificarnos tanto.

Si aceptamos que nuestras motivaciones, valores, gustos e ideas van cambiando, ¿por qué nos cuesta tanto admitir que el matrimonio no tiene que durar toda la vida? ¿Por qué solemos vivirlo como un fracaso personal?

Más allá del tono sarcástico que en ocasiones se le ha dado a los divorcios (como decía Groucho Marx, su principal motivo es el matrimonio), la reacción más usual cuando al­guien se divorcia es algo parecida a darle el pésame, incluso si ya ha superado el sufrimiento inicial y se encuentra contento con su decisión.  

Las razones de la ruptura obviamente determinan el proceso emocional del duelo, en cuestiones de forma y de fondo. No es lo mismo que el amor se acabe, a que aparezca una tercera persona o a que llegue una pandemia de coronavirus que ponga sobre la mesa la inercia y el aburrimiento de muchos años de relación. Lo más lamentable es que suelen ser  los hijos la excusa perfecta para justificar nuestra pasividad o inacción. “Si no me separo es por mis hijos» se convierte en una trampa para postergar esa decisión que deberíamos (al menos) plantearnos antes o después.

En diversas investigaciones sobre el tema, se analizan los factores que hacen que unas personas se adapten mejor que otras tras la separación. Uno de los más importantes es el significa­do que para la persona tenga el divorcio. Si se interpreta como que algo se ha roto, se entiende peor que lo ente­ro. En mi opinión, las relaciones no se rompen, sino que los sentimientos cambian y las relaciones se acaban. Si esto lo entendiéramos como algo natural, como un cambio más en la vida, no sufriríamos tanto.

Sabemos que toda separación afectiva requiere, siempre, un tiempo de duelo que nos ayude a recomponer el sufrimiento causado. El cine nos sigue confundiendo con esos finales felices que acaban en boda de los pro­tagonistas. Sin embargo, el final feliz también puede llegar tras la separación. Tras el divorcio también se comen perdices. Llegar hasta aquí no es un camino fácil para los protagonistas (padres e hijos), pero requiere valor y deseo de vivir una vida plena y auténtica. No se trata de buscar culpables ni de ser civilizados. Tampoco de acabar siendo los mejores amigos. Se trata, probablemente, de esforzarnos en ser leales con aquello que un día amamos, pese a que se acabe. Y si hay hijos… aún más.