Será por efecto del frío o tal vez por una simple cuestión de tradición, pero enero es el mes elegido por la mayoría para reflexionar sobre cómo marchan nuestras vidas. Pasado el despilfarro de la Navidad y tras un año marcado por la guerra en Ucrania, la inflación, la crisis energética y la defensa de los derechos humanos, nos refugiamos en el calor de nuestros hogares e imaginamos cómo sería nuestra vida con algunos pequeños cambios. Perder peso. Ahorrar. Leer más libros. Hacer deporte. Usar menos el móvil. Viajar más. Ver a los amigos. Éstos son algunos de los objetivos más comunes. Sabiendo lo difícil que resulta cambiar de hábitos, acabamos conformándonos con pensar que lo más importante es proponérselo. En el peor de los casos, siempre podemos volver a intentarlo el año que viene.
A pesar de convivir en una sociedad líquida y cambiante, sentimientos universales como el amor siguen siendo esenciales. A menudo olvidamos que amar y cuidar a otros son hábitos muy saludables que mucha gente, que dice sentirse sola, tiene relegados. Quizás por esta razón, un nuevo propósito está emergiendo en el corazón de muchas personas que buscan ayuda psicológica. Se trata de un propósito íntimo y silencioso que hasta da miedo pronunciar. Hoy, en este momento, al menos una persona en el mundo acaba de fijarse un objetivo para el nuevo año: aprender a amar.
¿Cómo distinguir si sabemos dar amor o no? ¿Cómo averiguar si se sienten amadas aquellas personas a quienes amamos? Las respuestas pueden ser sencillas o no, pero el simple hecho de reflexionar sobre el tema constituye un hermoso ejercicio de humildad. Podemos empezar echando un vistazo a nuestra forma de comportarnos con los demás, sabiendo que la relación que mantenemos con ellos es tan sólo un reflejo de la relación que cultivamos con nosotros mismos. Filósofos ilustres como Hegel o el mismo Santo Tomás de Aquino, ya lo expresaban así: “Si no te amas tú, ¿quién te amará? Si no te amas a ti, ¿a quién amarás?”.
Efectivamente, cuando tomamos conciencia de que lo que le hacemos a los demás nos lo hacemos a nosotros primero, nos damos cuenta de la poderosa unión entre las personas. Y aunque los (pre)juicios y etiquetas con los que describimos nuestras relaciones nos alejan a menudo de los demás, son sólo eso: juicios. Por útiles que nos resulten a veces para manejarnos en el día a día, deberían no separarnos de la verdadera esencia del ser humano: el amor incondicional.
Igual que los árboles ofrecen frutos cuando crecen en condiciones óptimas, los seres humanos emanamos amor cuando nos liberamos de nuestra inflexibilidad, prejuicios y limitaciones. Al margen de connotaciones cristianas, uno de los mensajes más sorprendentes sobre el amor pertenece a San Agustín (siglo V):
“Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor”. Sobra cualquier explicación. Y si realmente queremos practicar con el ejemplo, tan sólo tratemos de respondernos a la siguiente pregunta: ¿qué actitud elegiría el amor en esta situación?
San Agustín
Aprender a amar no requiere de recetas ni estudio, si bien conseguirlo es el más hermoso y ambicioso de los compromisos que podemos adquirir. Puede que el camino lo encontremos, en realidad, en nuestro yo más profundo, ese mismo que nos hace entender qué deseamos, pero también qué necesitamos: nuestro amor propio. Pocas veces fue este mensaje tan importante para nuestra estabilidad como lo es en los tiempos que corren. ¿Ahora o nunca?