Este mes de marzo se cumplen dos años desde que España se unió al grupo de países que han regulado la eutanasia y el suicidio médicamente asistido. Para solicitarla, el afectado debe “sufrir una enfermedad grave e incurable o un padecimiento grave, crónico e imposibilitante” que le cause un “sufrimiento intolerable”. La aprobación de esta nueva ley en nuestro país refleja un importante cambio social en la concepción de la vida y la muerte, que pone énfasis en la libertad individual para disponer de la propia vida.
Paralelamente, en este contexto, sigue habiendo escenarios -como la enfermedad mental o la demencia avanzada- que continúan generando polémica. Aún más, en los últimos años se ha debatido en Países Bajos sobre la posibilidad de ampliar la eutanasia a las personas mayores que lo soliciten por sentir cansancio vital.
Este debate, en el que se plantean los límites al respeto de la autonomía y la libertad, impone una reflexión profunda en torno a cuestiones extremadamente delicadas. Hablamos de personas que no están gravemente enfermas ni padecen un sufrimiento físico intolerable, pero están cansadas de vivir. ¿Se trata de ayudar a morir a quienes consideren que ya han vivido “suficiente”? ¿a quién correspondería, entonces, realizar esta práctica? Más allá de la pluralidad de opiniones, Países Bajos ha puesto de manifiesto una cuestión de interés universal, trascendente y actual: el deseo de algunos ciudadanos de dejar de existir.
Uno de los pensadores del siglo XX que más ha reflexionado sobre este asunto es Viktor Frankl, quien planteó la logoterapia existencial como método para abordar las crisis de sentido y liberar a la persona del cansancio vital. Frankl acuñó el concepto de vacío existencial a partir de su experiencia como psiquiatra. Su premisa fue que todo ser humano desea vivir una vida plena de sentido, una existencia con significado. Cuando uno sufre el vacío existencial, no ve posibilidad alguna, solo siente limitaciones y barreras.
Soy psicóloga en cuidados paliativos desde hace 25 años. Conozco mi trabajo y puedo decir que me relaciono con personas a quienes “no les importaría morirse”. Otras, sufren de crisis existenciales periódicas y otras reconocen que “piensan” en el suicidio como una alternativa válida para poner fin a un cansancio vital inabordable.
El vacío existencial como problema clínico, en mi opinión, está mal planteado si no nos referimos, en términos precisos, a un momento específico de la vida individual de un ser humano concreto. No es la duración de una vida humana lo que determina la plenitud de su sentido, sino la riqueza de su contenido. Esto no es una novedad, como tampoco lo es el error de referirse a la muerte biológica como un sinónimo de la muerte biográfica.
Alguien dijo una vez que somos mortales no porque nos vayamos a morir sino porque sabemos que vamos a morirnos. Quizás algunas personas que sufren de cansancio vital preferirían vivir, pero en otras condiciones. O quizás no. Lo que parece claro es que se necesita mucha lucidez moral para abordar problemas cuya trascendencia supera, de lejos, la mera gestión emocional de las personas. Hace falta una mayor conciencia de los retos de nuestro tiempo. Hace falta más libertad, entendida como autonomía frente a las circunstancias. Pero también hace falta enfrentarnos al miedo a hablar de la muerte. Aunque todas las culturas han honrado a sus muertos, siempre se ha temido a la muerte y a hablar de ella. Ha llegado el momento. Todos, también usted, también yo, nos estamos muriendo. Hablemos con naturalidad, porque al paso que vamos conseguiremos convencernos de que nuestra muerte será, como todas las demás cosas, por casualidad. Y no.
Beatriz Moreno Milán