Beatriz Moreno Psicóloga
¿Somos padres perfectos?

Ser padres es una experiencia maravillosa. Por exhaustos que nos encontremos, la mayoría de los que conocemos la aventura de la paternidad, no dudaremos en afirmar que es la mejor experiencia de nuestra vida. Pese a ello, el camino está lleno de dudas e inseguridades.

En algunas ocasiones, podemos llegar a criticar a padres que educan de un modo diferente al nuestro. Lo hacemos para protegernos, quizás nos hace cuestionarnos nuestras propias actitudes: “un hijo no deja de ser ese gran proyecto vital en el que un día nos embarcamos, cuyo resultado está a la vista de todo el mundo”. Otras veces, nos sentimos juzgados, porque sabemos que si algo no funciona con los hijos, “la culpa es de los padres”.

Aunque cada vez existen más opiniones y paradigmas acerca de las formas de educar y criar, éstas siempre han sido objeto de evaluación social. Por ejemplo, en los últimos años, ha cobrado mucho valor la llamada “crianza con apego”, una corriente opuesta a las tradicionales (basadas en refuerzos y castigos) que enfatiza la importancia de la cercanía, la atención y la respuesta a las necesidades del bebé para fortalecer el vínculo emocional con los padres. Tanto los partidarios de un tipo de crianza como de otro, pueden aplicarlas hasta los extremos y esto suele generar conflictos ideológicos con quienes piensan y actúan de un modo distinto.

Cuando juzgamos lo diferente es por miedo a lo desconocido, ¿qué amenaza puede suponernos que otros padres eduquen a sus hijos de otra manera? En psicología hay un concepto llamado disonancia cognitiva, que hace referencia al molesto estado emocional que surge por la incongruencia entre las creencias que tenemos acerca de algo y lo que hacemos al respecto. Igual que cuando algo encaja con nuestras creencias, lo aceptamos, sin más, de manera acrítica, la disonancia cognitiva nos lleva a justificarnos y a forzar comportamientos para tratar de eliminar el malestar.

Inevitablemente, siempre habrá ocasiones en las que seamos nosotros el blanco de críticas (“¿que aún duerme con vosotros?”, o “¿que no le has dado el pecho?”). Y llegado este momento, somos libres de no tener que justificar nuestras decisiones.

Suele ocurrir también que, a medida que el proceso de educación avanza, no es extraño que acabemos pensando o haciendo cosas que creíamos inviables antes de ser padres. Inevitablemente, esta experiencia -tremendamente personal-, nos transforma. En el fondo, desconocemos todas las razones que nos llevan a cada uno a criar y educar a nuestra manera.

Sabemos que la educación de los hijos es, fundamentalmente, competencia de los padres, pero no somos Google: no hay respuestas inmediatas, ni fórmulas mágicas. Cada uno tenemos derecho a tener nuestras opiniones, sin tener que justificarlas ante los demás. En lugar de juzgar podríamos empezar a ver la diversidad como una oportunidad de autocrítica y aprendizaje. Es coherente (y necesario) cambiar de opinión acerca de métodos que pueden sernos más eficaces, a medida que van cambiando nuestras circunstancias vitales. Y reconocer esto nos ayudará a protegernos de las críticas ajenas y a mirarnos con consideración. No estaría de más, también, tratar de empatizar con las dificultades (a veces graves) que tienen otros padres cercanos con quien compartimos la experiencia.

En definitiva, no se puede estar en todo y sonreír. Somos más que padres. Somos seres humanos, que no tenemos respuestas a todas las preguntas. Ni somos perfectos, ni nuestros hijos tampoco. No dudo que hay muchas formas ejemplares de vivir esta experiencia. Si somos honestos y capaces de trascender a la necesidad de perfección, podremos reconocer aspectos mejorables -como padres y como personas-, dejando de fingir que tenemos tan claro cómo educar. Y cómo vivir. Hacemos lo que podemos y llegamos donde llegamos.

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