Beatriz Moreno Psicóloga

A finales de marzo perdimos a mi padre, víctima de esta pandemia. Murió pocos días después de empezar la primavera, en absurda contradicción con el florecer de la vida. Su muerte está siendo tan inmanejable para mi y mi familia, que no dejo de cuestionarme las dichosas fases del duelo, a la vez que contemplo con desesperación cómo la escandalosa cifra de muertos se convierte en un simple número de un listado.

Sabemos que la muerte de nuestro ser querido es siempre una vivencia difícil. Sin embargo, el duelo por COVID-19 tiene algunos aspectos adicionales que lo hacen aún más doloroso. Uno de ellos, es la rapidez de los acontecimientos, es decir, la imposibilidad de anticipar, asimilar y prepararnos para lo que viene. Esto impide, por completo, regular el impacto emocional de los futuros viudos, hermanos, padres y huérfanos.

Todo transcurrió tan rápido que ni llegamos a sospechar de su trascendencia. Mi madre vio a mi padre, por última vez, una semana antes de morir. Salió de casa hacia urgencias por su propio pie, escoltado por dos ambulancieros. Ella no tuvo la opción de acompañarle esa noche. Tampoco pudo verle los días siguientes. Lejos de imaginarlo, ya era viuda del adiós. Nunca más volvió a besarle. Que conste que entiendo la misión preventiva de los sanitarios, pero toda una vida juntos merece otro final más dulce, más justo. ¿Y si ella hubiera tenido la oportunidad de verle, tan sólo un instante? ¿A quien ó quienes correspondía esa decisión?

Me siento absurda apelando al fútil consuelo moral cuando pareciera que el planeta se está desmoronando. Me asustan las preguntas y las respuestas. No sé qué pensar, ni qué sentir, ni cómo comportarme. No me siento cómoda dentro de mi cuerpo. No sé donde meterme.

Nos perdimos perderle. Fuimos despojados de la oportunidad de escucharle, de abrazarle y de velarle. No tener nada que decir sobre un hecho tan íntimo y nuestro resulta tan devastador que puede llegar a desesperar. Hace unos días, pudimos enterrar sus cenizas. Sin funeral, sin música, sin gente. Siempre fui escéptica de los rituales funerarios, pero jamás pude imaginar cuánto extrañaríamos la marabunta de familiares y amigos llegando al velatorio, el colorido de las flores y las palabras de amor en voz alta, de todos aquellos que le queremos. Atrapados en nuestras respectivas casas, y sin el calor de los abrazos, nos sentimos congelados. Anestesiados. Es imposible dar salida a las lágrimas.

Mientras escribo estas líneas, en España va mejorando la famosa curva y podemos salir a la calle. Pese a ello, el escenario real sigue siendo incierto y desolador. Han pasado dos meses desde que se decretó en España el estado de alarma y llevamos cerca de treinta mil muertos. Más de trescientos mil en el mundo. No quiero amargar a nadie la tarde, pero el ritmo del progreso es lento. Seguimos indefensos ante el contagio, a la espera de un tratamiento infalible y de la vacuna eficaz. Inexorablemente, la enfermedad y la muerte siguen discurriendo en soledad y en aislamiento. Lo más difícil de asumir es que nos queda mucho camino por delante.

Algunos iluminados (y al parecer poco expertos) sostienen que “podremos despedirnos de los muertos cuando esto acabe” o incluso recomiendan “vivir este proceso como un paréntesis”. Aunque sabemos que el confinamiento es algo temporal, me temo que dichas recomendaciones pueden resultar incluso contraindicadas clínicamente. Suscribo: nos queda camino por delante. Lo que sí sabemos seguro es que psiquiatras y psicólogos empezamos a tener las consultas llenas de viudas del adiós y huérfanos de despedida, con todos los criterios conocidos sobre un Duelo Traumático Prolongado.

No pudimos cuidarle, ni acariciarle, ni decirle adiós. Ni siquiera le hemos llorado lo suficiente. Seguimos resistiéndonos a su muerte, al tiempo que ponemos nuestro empeño en buscar un sentido a este ingente dolor. Tratamos de apartar de la cabeza esa maldita despedida que nunca tuvo lugar y buscamos un poco de paz, aferrándonos al recuerdo de su tierna sonrisa. Sería imperdonable perder, también, la perspectiva de una relación de toda una vida.

Hacemos lo que podemos, aunque sintamos que nada es suficiente. Me sigue atormentando -por qué no decirlo- imaginar su soledad ante esa muerte inhumana. Cómo es posible -me repito a mi misma-, que hayamos pasado de colocar un bypass a un señor de 85 años (y alardear de uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo), a desestimar a un hombre con edad de correr media maratón. Puedo sentir su soledad, aislado en la cama del hospital, necesitando el calor de nuestros abrazos, en esos momentos de consciencia, donde su última mirada tampoco nos encontró a su lado

También me inquietan las posibles secuelas emocionales de todos esos abrazos que mi familia y yo nos hemos perdido, solos, mirando a través de la ventana. Llorar parece fácil, pero no lo es. Sé que llorar con abrazos desatasca, mientras se susurran esas palabras que calman. Queremos nuestros abrazos. Todos los necesitamos. Aunque sepamos que querer lo imposible tampoco sirve de nada.

A mi padre: vives dentro de mi.
A mi madre, viuda del adiós.
A mis hermanos, huérfanos de despedida.
A todas las familias de los fallecidos por el COVID-19.