Beatriz Moreno Psicóloga
Fotografía de Pepe Añón

Un ser vivo tan diminuto ha puesto en jaque los cimientos de nuestra desarrollada y omnipotente sociedad del siglo XXI. De la noche a la mañana este mal bicho ha irrumpido en nuestras vidas con una virulencia y rapidez que nadie sospechaba y a todos nos hace vulnerables. Esto es el nuevo ahora, cargado de incertidumbre y temor a que sea el prólogo de otra crisis psicológica y existencial. ¿Cómo será mi vida después de esto? ¿Y si también se contagia mi madre? ¿Mantendré mi trabajo? ¿Marcará esta pandemia la futura vida de mi hijo? ¿Será el comienzo inevitable de una “era de epidemias universal”? ¿Volveremos a la vida de antes? ¿Seremos los de siempre?

Para los españoles de mi generación -los cuarenta – parece claro que esta situación es la más dramática que hemos vivido, con el aguijón de que pone en cuarentena algunas de nuestras certezas sobre el progreso y la seguridad, que quizás fueran también un poco ingenuas. Somos testigos y protagonistas de un acontecimiento traumático y masivo sin precedentes. Ninguno nos escapamos, a todos nos afecta. Desde los que hemos sido apaleados con la muerte de un ser querido, a quienes comienzan a vislumbrar la ruina, los propios enfermos, los sanitarios y los que viven muertos de miedo. No hace falta ser experta en el tema para predecir una oleada de trastornos psicológicos en los próximos meses y probablemente años. Los psicólogos, concretamente, tendremos en consulta más personas con depresión y ansiedad (en todas sus tipologías y manifestaciones clínicas), más estrés postraumático, mayor consumo de alcohol y un considerable aumento de la violencia machista, entre otros.

Lo que vivimos no es algo nuevo. Si revisamos nuestra propia historia, durante la Edad Media (s. XIV) se calcula que la peste acabó con, al menos, un tercio de la población de Europa. Fue la mayor epidemia mundial y transformó el pensamiento de la época desarrollando el sentido de lo efímero, del valor y la belleza de la vida humana y el sentimiento de hermandad con toda la humanidad. No quiero pecar de pesimista ni ceniza, nunca lo he sido, pero me cuesta imaginar un final y un sentido a este ahora. La mortalidad del coronavirus, aunque importante, será mucho más baja que la de la peste, pero el impacto psicológico puede ser mayor. Una sociedad como la nuestra, en la que el imparable desarrollo tecnológico nos ha hecho creer que tenemos controlado el mundo, difícilmente puede aceptar paralizarse por un virus

A casi dos meses del comienzo del estado de alarma seguimos sin certezas, en nada. Las estadísticas son claves para ir recuperando algo de esperanza, aunque a veces confunden más que consuelan. Y el resto de “cuestiones vitales”, simplemente, han desaparecido o pasado a un segundo plano: el trabajo, los estudios, la cotidianeidad, los proyectos, la cultura, el ocio e incluso el nuevo formato de relaciones humanas “distantes”, a las que el miedo nos está obligando a adaptarnos. Seguramente la crisis moral y existencial que se avecina cuestionará principios que creíamos firmes y tras ella, como en todas las crisis, cambiaremos prioridades. Nos quedamos en casa, cocinamos, leemos, aplaudimos y vemos series para soportar la angustia que genera esta incertidumbre. Pero en realidad, nos estamos preparando para una existencia nueva, una vida distinta que ni siquiera podemos imaginar.

Este ahora supone una gran patada en nuestras conciencias y para algunos será difícil salir a flote no sólo económicamente, sino desde el punto de vista existencial. Estamos pagando el alto precio de haber construido una sociedad con una moral basada en la consecución del éxito y de la felicidad a través del consumo, relegando otros valores como la compasión, la humildad, la gratitud y la verdad. Ni lo podemos todo, ni el mundo nos pertenece, ni somos dueños de nada. Se avecinan tiempos nuevos.

*Fotografía de la M30 durante el estado de alarma: Pepe Añón.